Allí estaba, todo florido, en un extremo del jardín. Los últimos meses habían sido duros: primero, en otoño, había perdido todas sus hojas; después, en invierno, fue sometido a una intensa poda. Pero ahora, con la primavera, aquel árbol de tamaño medio volvía a renacer. Los primeros brotes de febrero y marzo se habían convertido, gracias a las suaves temperaturas impropias de la época, en finas ramas sobre las que crecían nuevas hojas y se dibujaban pequeñas flores. Esas nuevas ramas apuntan ya a la dirección que el árbol, en su crecimiento, seguirá en los próximos meses. Todo parece indicar que, salvo que sobrevengan condiciones meteorológicas extremas, su salud y su vistosidad están garantizadas: el letargo en el que le dejaron sumido el otoño y el invierno no fue un período en balde.
Las hojas que comenzaron a caer del árbol desde finales de verano (tímidamente, primero; de golpe, después) se fueron depositando en el suelo, a su alrededor, tejiendo una alfombra protectora encargada de conservar el sustrato y aportarle los nutrientes necesarios para subsistir y alimentar su renacimiento posterior. En el otoño, el árbol parece entrar en un período de decadencia, pero en realidad se intensifica su vida interior: sus esfuerzos se concentran en desarrollar y fortalecer sus raíces. El árbol, en la sabiduría infinita que le ha proporcionado la naturaleza, busca su arraigo: de nada le sirve exhibir un tronco esbelto, unas ramas entrelazadas o unas hojas curiosas si una suave brisa o el peso de un nido de pájaros pueden derribarlo. Alimentando sus raíces, el árbol se garantiza su autoapoyo y, en definitiva, su supervivencia.
Una vez que cayeron las hojas, llegó el momento de la poda. Es un momento duro para el árbol, pero también necesario: debe elegir cuál es la mejor forma para seguir creciendo de acuerdo a sus capacidades y estructura. Sin poda, el árbol seguirá expandiéndose a lo alto y a lo ancho alcanzando unas dimensiones quizá desproporcionadas para la resistencia de sus raíces. Además, las zonas intermedias irán quedando tristes y apagadas, pues la energía –distribuida en forma de savia– se destinará a los extremos. La poda ayuda a equilibrar el árbol, contribuye a airear su copa y las ramas interiores previniendo la aparición de enfermedades, favorece el crecimiento –con fuerza y vigor– de nuevas ramas y, si se trata de árboles frutales, mejora la producción.
Así, con sus raíces enriquecidas y sus ramas saneadas, el árbol llegó a la primavera dispuesto a ofrecer su mejor versión. Pero, ¿qué hay de nosotros? ¿Cómo podemos experimentar el renacimiento al que nos invita la nueva estación? En primer lugar, conviene examinar nuestras raíces: ¿cuáles son los valores sobre los que construimos nuestra identidad? ¿Qué relación hay entre esos valores y las metas vitales que nos fijamos para crecer? ¿Alineamos nuestra forma de pensar, de sentir y de actuar para alcanzar los frutos que anhelamos? Las raíces configuran nuestra capacidad de autocreencia, un concepto que en Coaching se define como la suma de confianza y autoestima. En segundo lugar, debemos mirar si estamos cargando algo de más. ¿De qué queremos librarnos? ¿Qué queremos cortar? Es momento de dejar de andarse por las ramas para neutralizar aquellas que, consumiendo buena parte de nuestros recursos, nos alejan del lugar hacia el que queremos crecer. ¿Estás dispuesto a florecer? Bienvenido seas a tu propia primavera.