La primavera, al igual que el invierno y las estaciones anteriores, había sido bastante seca. Apenas había llovido en la comarca. Y, en el bosque, las condiciones del terreno habían comenzado a deteriorarse: la calidad de los nutrientes de los que se alimentaban los árboles se había empobrecido, el suelo se volvía cada vez más árido, el estrés hídrico amenazaba raíces, troncos y ramas… Pese a todo, los árboles seguían ahí, intentando adaptarse a los factores ambientales –como la Naturaleza lleva haciendo por siglos y milenios–. Unos frenaban su ritmo de crecimiento para acomodarse a los recursos existentes; otros disminuían su producción de frutos o de resina para garantizar su supervivencia.
Pero, en medio de este esfuerzo, prendió la chispa. Las crónicas dicen que, esta vez, el fuego tuvo su origen en un cortocircuito en una torreta eléctrica. Las llamas, ayudadas por el viento, se propagaron rápidamente, aprovechando la sequedad de las copas de los árboles, arrasando lo que iban encontrando a su paso. Las pavesas, caprichosas, abrían nuevos frentes en el incendio. El viento rolaba y, con él, aumentaba el desconcierto. El fuego avanzaba en distintas direcciones, saltaba barrancos y carreteras y, sin encontrar límites a su paso, actuaba totalmente descontrolado. La situación se mantuvo durante varios días de angustia hasta que, por fin, el incendio fue estabilizado y extinguido.
Una vez apagadas las llamas, el desconcierto inicial y la situación de emergencia vivida durante el incendio dieron paso a la desolación. El bosque había quedado arrasado, y eso suponía una enorme pérdida medioambiental, económica e incluso sentimental para vecinos y excursionistas. En medio del desconsuelo, se impulsaron acciones inmediatas para impedir que árboles quemados pudieran caer sobre caminos y sendas causando nuevos daños materiales o personales. Mientras, técnicos y autoridades comenzaron a preparar informes, pliegos de condiciones, licitaciones y demás protocolos burocráticos para recuperar y regenerar la zona afectada.
El bosque, ajeno a todo esto, parecía mantenerse lánguido y moribundo. Sin embargo, en cada árbol permanecía viva la llama de la supervivencia. Así, a las pocas semanas, resilientes, empezaron a mostrar sus primeros brotes. La vida, que nunca se había consumido del todo, comenzaba a abrirse paso en la base de los troncos calcinados. Algunos de estos brotes, meses después, apuntaban maneras de futuros árboles frondosos. Sí, estos nuevos árboles necesitarán ayuda para desprenderse de ramas y troncos quemados –madera inerte que ya no les sirve– y tendrán que hacer frente, de nuevo, a factores ambientales desfavorables. Pero ahí están, reivindicándose.
La experiencia del bosque me suscita varias preguntas. ¿Cuántas veces nosotros, los humanos, agobiados por factores ambientales hostiles, nos hemos sentido secos y estériles? ¿Cuántas veces, en situaciones de estrés, ha faltado solo una chispa para que el fuego prendiera en nosotros, consumiéndonos o arrasando todo aquello que estaba a nuestro alrededor? ¿Cuántas veces nos hemos descontrolado, avanzando y retrocediendo de forma errática, confundiendo a nuestro entorno? ¿Y cuántas veces hemos diseñado planes de recuperación y regeneración ajenos a nuestra sabiduría interior? Seamos resilientes, como el bosque: las respuestas brotarán dentro de nosotros.