Las conversaciones que mantenemos con las personas con las que interactuamos suelen ser, en muchas ocasiones, un diálogo de sordos. A veces, nuestro propio diálogo interior, tan denso e incluso dramático (por su intensidad), nos impide oír cualquier cosa que no venga de nosotros mismos, de nuestro atolondrado flujo (o bucle) de pensamiento. Otras veces, en un alarde de superioridad o suficiencia, creemos saber por adelantado lo que nos van a decir y, por tanto, ignoramos directamente el mensaje que se nos quiere transmitir o hacemos todos los esfuerzos al alcance de nuestra mente para que ese mensaje coincida exactamente –retorcido o incluso tergiversado– con lo que nosotros esperábamos.
En estos casos, obviamente, no se produce una auténtica escucha, pues no estamos receptivos a lo que el otro nos quiere contar. Y no hay, por supuesto, lo que se llama escucha activa, concepto que define una forma de prestar atención a la conversación no solo con el fin de entender intelectualmente el mensaje que nuestro interlocutor nos transmite, sino también de comprender, a un nivel emocional, la experiencia que acompaña a dicho mensaje.
¿Qué pautas o comportamientos evidencian la falta de interés por una escucha activa?
- Interrumpir constantemente para meter baza en la conversación.
- Anticiparse a lo que el otro quiere contar, prejuzgando el contenido del mensaje.
- Desconectar de la conversación para buscar respuestas o argumentos con los que replicar, rebatir o aconsejar una vez que el otro acabe de hablar… antes de haber escuchado todo lo que quiere o necesita decir.
¿Y qué gestos demuestran un auténtico interés por la escucha activa?
- Escuchar no solo con los oídos, sino con todo el cuerpo (prestando atención a la comunicación verbal de nuestro interlocutor y expresando con nuestro cuerpo –con la mirada, con la postura– que nos interesa lo que nos están contando).
- Repetir o reformular frases del otro, para invitarle a seguir hablando y obtener más información sobre lo que nos quiere decir (aunque el bocazas que llevamos dentro tenga ya preparada su réplica “pues yo…”).
- Respetar los silencios que se puedan producir durante la conversación (no pasa nada por quedarse callado unos segundos).
La escucha activa, como decía antes, no se centra solo en el discurso de la conversación, sino que también favorece la comunicación emocional con el otro. Podemos decir, por tanto, que la escucha activa es la base que sustenta la empatía, un término que –a mi juicio– se ha simplificado tradicionalmente al definirlo como un sentimiento de identificación. Desde mi punto de vista, la empatía va más allá de eso, y podría definirse como la capacidad de percibir y comprender (o al menos, intentarlo) los pensamientos, los sentimientos y las emociones de los demás. Para empatizar no hace falta haber vivido las mismas situaciones: basta con reconocer esos pensamientos, sentimientos y emociones (aunque tengan su origen en otro tipo de experiencias).
Y con la empatía llegamos, al fin, a la resonancia, la palabra que da título a esta entrada. El mensaje del otro, que gracias a la escucha activa nos llega plenamente nítido, produce una vibración –la empatía– que, a su vez, da lugar a una expresión propia y genuina –la resonancia– que acompaña y enriquece la comunicación mutua. La conversación se amplifica pero no porque levantemos la voz para apropiarnos del turno de palabra –como solemos hacer cotidianamente, aun de forma inconsciente–, sino porque dejamos de hablar de nosotros para hablar desde nosotros, en contacto con el otro, de acuerdo a lo que ocurre en el contexto de la interlocución.
Nos tenemos muy oídos, y prácticamente nos sabemos de memoria. Tal vez sea el momento de silenciarnos para escuchar activamente, desarrollar empatía y resonar con lo que los demás nos dicen o nos tratan de contar.