Ha pasado ya un año desde que me estrenara como bloguero con una entrada en la que defendía los procesos de cambio como movimientos inherentes a nuestro crecimiento y evolución como personas y como experiencias que amplían nuestro bagaje vital y ensanchan nuestra visión sobre las pequeñas y grandes cosas que mueven el mundo. En los cambios –recordaba– se mide nuestra capacidad de adaptación y resiliencia a las circunstancias, sean grandes acontecimientos o pequeñeces, que alteran nuestro día a día.
Los cambios, en términos generales, se producen como respuesta a una situación de crisis, a sensaciones de inquietud o insatisfacción o, simplemente, a un afán de mejora. No obstante, solemos buscar los cambios mirando hacia fuera: nuevas oportunidades laborales, nuevas actividades en las que embarcarnos, nuevas rutinas que puedan resultarnos más satisfactorias… Nos orientamos principalmente al tener y al hacer. Es fabuloso abrirse a la oportunidad de vivir nuevas experiencias que, a su vez, nos permitan nuevas formas de relacionarnos con el mundo, pero… ¿pueden cuajar esas experiencias si no impulsamos un cambio dentro de nosotros mismos?
Para que el cambio sea eficaz y fructífero se requiere una transformación interior que potencie nuestro ser. Y para lograr esa transformación hay que volver la mirada sobre uno mismo. Solemos andar por la vida sin vernos y sin escucharnos: no nos vemos porque priorizamos (e intentamos salvaguardar a toda costa) la imagen o máscara con la que nos relacionamos con los demás y con la que protegemos nuestra verdadera identidad; y no nos escuchamos porque obviamos o confundimos nuestras propias necesidades para atender los deseos o requerimientos que nuestro entorno nos demanda. ¡Qué grandes diferencias hay, a veces, entre lo que somos y lo que actuamos! Es el momento de mirar hacia dentro, con comprensión y sin juicio, sin miedo a lo que podamos encontrar, y oír lo que nuestro cuerpo, desde su sabiduría interior, nos quiere decir.
La expedición hacia el cambio interior suele ser un camino sin retorno que, salvo revelaciones místicas, nos va a requerir tiempo, esfuerzo y constancia. No es un camino fácil. El proceso se asemeja a la demolición de un edificio para construir algo nuevo en su lugar: se derriba la fachada, cae el entramado de vigas y muros que sustentan la estructura, quedan a la vista los cimientos –que tendrán que ser más o menos reforzados, según lo que se pretenda hacer– y se prepara el solar para su nuevo uso. Este solar es lo que la Terapia Gestalt denomina el vacío fértil, el momento en el que, conectados con todas las posibilidades infinitas que la naturaleza brinda al ser humano, podemos elegir ser quienes queramos ser.
A veces, como ocurre en muchas obras, el lapso de tiempo entre la demolición y la construcción de la nueva obra se dilata más de lo esperado. El cambio, amenazado por las dudas y la incertidumbre, entra en crisis. En estos casos, el solar adopta la forma de desierto, lodazal o pantano de arenas movedizas en el que resulta muy difícil permanecer. Se sufre por la pérdida de la infraestructura anterior y se teme por la llegada de lo que aún está por construir. Pero ya es demasiado tarde para tirar la toalla: el cambio, imparable, se está gestando y expresando dentro de nosotros mismos. Doy fe de que ese camino al cambio interior, incluso en los momentos de mayor desorientación, merece ser transitado.