Érase una vez un río asfixiado. La maleza había tomado sus márgenes estrechando e incluso ocultando su cauce en el curso medio de su recorrido. Los vertidos incontrolados habían contaminado sus aguas. Además, la degradación del entorno había convertido ese punto del río en un vertedero lleno de residuos plásticos. El cercano dique de hormigón que pretendía dar al río un mayor esplendor, embalsando sus aguas para falsear el caudal, no facilitaba su regeneración. El olor y la viscosidad del agua estancada confirmaban un deterioro del que no dudaban en aprovecharse, y al que también contribuían, todo tipo de especies invasoras.
Su nacimiento, aguas arriba, era toda una promesa. La cascada entre las rocas de la que tomaba su primer caudal hacía presagiar su fuerza. Los pequeños arroyos que, al juntarse, le daban el nombre de río auguraban, con su emergencia inicial, un futuro firme hacia su desembocadura final. No contaba entonces con que la acción de la naturaleza, de la que se sentía parte y representante, también condicionaría su desarrollo. La erosión de las orillas fue llevando a su lecho sedimentos cada vez más espesos. Una tormenta inesperada llenó su cauce de lodo y cieno anegando y paralizando sus aguas.
Los fenómenos naturales, sumados a una negligente acción humana, comprometían el avance del río hacia su desembocadura. Dicen que todos los ríos sueñan con llegar al mar. Este río, en sus circunstancias actuales, se conformaría con llegar a otro río mayor al que ceder sus aguas. En cualquier caso, no perdía la esperanza: quizá un afluente acudiera en su ayuda alimentándolo de aguas frescas, puras y sanas con las que recuperar la vida perdida y empezar un nuevo ciclo. Pero los sueños del río se extinguían según aumentaban el estancamiento y la degradación.
Nuestro cauce vital puede deteriorarse como el cauce de un río. Si no ponemos límites, la maleza reducirá nuestros márgenes y los vertidos tóxicos contaminarán nuestras aguas. Los diques que construimos a nuestro alrededor con la intención de protegernos o encauzar nuestro camino pueden ser una ayuda, pero también un freno para nuestro potencial. El pesado sedimento de errores, fracasos y frustraciones que nos empeñamos en arrastrar estrecha nuestra perspectiva a la hora de buscar nuevas experiencias o ambiciones. Necesitamos un caudal saneado capaz de hacer frente a las crecidas derivadas de las fuertes lluvias que tengamos que afrontar.
Pero, como le ocurre al río anegado que sueña con su desembocadura, también nosotros podemos perdernos en la fantasía sin comprender que las soluciones no están aguas abajo, sino en ese mismo punto en el que nos sentimos atascados. Cualquier ayuda será bien recibida. No obstante, el cambio no será verdadero cambio si no parte de nosotros mismos. Asumamos la responsabilidad de nuestros actos, seamos protagonistas y, como sabe hacer el agua, busquemos nuevos caminos. Tal vez nos lleve tiempo erosionar la piedra que bloquea nuestro paso, corroer esa tubería vieja y oxidada que contamina nuestras aguas o abrir un canal a través del limo, pero no olvidemos que el cauce solo es cauce recorriéndolo.
A Pedro Ferreras, in memoriam.