¿Quién no ha pasado alguna vez por el aro?
Todos nos hemos tenido que enfrentar, y nos seguimos enfrentando, a situaciones en las que, contra nuestra voluntad, nos vemos obligados a ceder o a someternos a las demandas o pretensiones de otras personas. Bien sea mediante la persuasión, o directamente bajo la coacción, acabamos actuando como animales de circo –fieras con gran potencial interior– que, fustigados por un domador, se ven obligados a saltar a través de un aro envuelto en llamas.
O peor aún, y más difícil todavía, pasamos por los aros que impone nuestra propia voluntad. ¿Cuántas veces no somos nosotros mismos los que nos empeñamos en pasar por los aros de los muchos tengo que con los que nos cargamos cada día? Tal vez esos aros, más cotidianos, sean tan vistosos como un aro en llamas, pero son igualmente difíciles de atravesar. Puede que sean aros estrechos como el ojo de una aguja, difícil de enhebrar, o aros más holgados como tuberías o conducciones subterráneas que nos sumergen en un mundo de sombras y oscuridad.
De una u otra forma, seguimos pasando aros… e incluso buscamos nuevos aros que atravesar, como si no hubiera otra forma de transitar por el mundo.
Y así, entretenidos en la pista central, pasando de un aro a otro, nos olvidamos de que el circo de nuestra vida pone a nuestra disposición otras opciones, otras alternativas. Están, por ejemplo, las pistas auxiliares, aquellas a las que podemos recurrir para desviar el foco de tanto aro y centrar la atención en otros estímulos, en otros emergentes. Y están también, fuera de la carpa, las caravanas y los carromatos a los que podemos retirarnos para tomar un descanso, reflexionar y preparar nuestro próximo número, quizá menos vistoso y para un público tan amplio y reducido a la vez como nosotros mismos.
Siempre que pienso en el circo, y en su riqueza metafórica, me acuerdo de un cuento de Jorge Bucay titulado El elefante encadenado. En esta historia, el autor se pregunta por qué un elefante de gran porte y tamaño se deja amarrar, antes y después de la función, a una pequeña estaca que podría derribar, sin duda, con el empuje de su peso. La respuesta que encuentra es que el elefante, siendo una cría, no tuvo fuerza suficiente para soltarse y, después de repetidos esfuerzos, dejó de intentarlo.
Puede que muchos de esos aros que, según creemos, tenemos que atravesar, sean –en este momento de nuestra vida– como esa insignificante estaca que sujeta al elefante. ¿Por cuántos aros nos empeñamos en pasar sin mirar si quiera si hay otra salida?