Es difícil ponerse retos. A veces, el entusiasmo o el interés por conseguir algo nos hace autoengañarnos y pensar que somos más fuertes de lo que realmente somos. Olvidamos nuestras rutinas y nos convencemos de que podemos dedicar todo nuestro tiempo libre a lograr aquello que anhelamos sin tener en cuenta el desgaste que nos supone –y arrastramos– de nuestras tareas cotidianas. Por ejemplo, si ese reto está relacionado con ampliar nuestros estudios a la vez que trabajamos, no podemos obviar que nuestra capacidad de concentración variará a lo largo del día y, por tanto, el tiempo no nos cundirá como habíamos previsto. Si el reto persigue mejorar nuestra forma física, quizá el horario que tenemos disponible no sea el adecuado. Los retos demasiado complicados conducen al agotamiento.
Otras veces, por el contrario, nos ponemos retos demasiado fáciles o sencillos. Es decir, planificamos metas que sabemos que podemos alcanzar o cumplir con creces porque no nos van a suponer apenas esfuerzo. ¡Apenas nos vamos a enterar de que los estamos haciendo! Estos retos están bien para introducir cambios sutiles y experimentar sus efectos en nuestras rutinas cotidianas. No obstante, son retos que tienden a caer, demasiado pronto, en abandono: el hecho de que no tengamos que esforzarnos hace decaer nuestra motivación (siempre conviene introducir un plus de exigencia controlada en todo reto a emprender). Y la falta de motivación conduce al desinterés.
Si queremos evitar el agotamiento o el desinterés, conviene afrontar los retos desde un estado de flujo. Este concepto, acuñado por el psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi, se define como un estado subjetivo que las personas experimentan cuando están completamente involucradas en algo hasta el extremo de olvidarse del tiempo, la fatiga y de todo lo demás, excepto la actividad en sí misma. En este estado de fluidez, los individuos enfocan su energía, implicándose totalmente con la tarea que están desempeñando, y alcanzan un alto nivel de satisfacción. Se produce, por tanto, una sensación de completa absorción en lo que estamos llevando a cabo (perdemos la noción del tiempo, entramos en un estado de conciencia casi automático).
Para llegar a este estado de flujo se requieren una serie de condiciones previas. En primer lugar, debemos centrarnos en una actividad de nuestra elección que estimule nuestra motivación o curiosidad. Además, esta actividad debe incluir objetivos específicos y realizables (los llamados “objetivos inteligentes” ya definidos en entradas anteriores) acordes con nuestras capacidades y habilidades. Por otro lado, conviene identificar los momentos del día en los que será más fácil mantener la atención en dicha actividad, sin distracciones: busca un entorno adecuado para ello. Finalmente, se aconseja centrarse más en el proceso, disfrutando de la actividad que estamos realizando, que en los resultados que podamos obtener.
Según Csikszentmihalyi, el estado de flujo –en definitiva, dejarse fluir– es la clave de la felicidad. ¿Cómo te sentiste con tus retos anteriores? ¿Alcanzaste este estado de flujo? Recuerda cuál era tu grado de motivación. ¿Prevalecía el disfrute o la obligación? Revisa si se daban las circunstancias adecuadas (en cuanto a espacio de trabajo y nivel de concentración) para alcanzar el máximo nivel de fluidez. ¿Qué puedes cambiar para la próxima vez? Verifica si tus objetivos eran inteligentes y si se adecuaban a tus conocimientos y aptitudes. ¿Crees que tus objetivos estaban bien formulados? ¿Tal vez necesites objetivos más concretos? Si quieres descubrirlo, solo déjate fluir.