Nuestro día a día es una sucesión constante de pequeñas gestas y pequeños contratiempos a los que, generalmente, no damos mucha importancia: nos levantamos al ritmo que marca el despertador, buscamos la máxima eficacia o comodidad en las tareas que realizamos, intentamos sacar el máximo partido de nuestras actividades de ocio y tiempo libre… y nos adaptamos –con relativa facilidad, y aunque nos sintamos frustrados– a los obstáculos cotidianos que intentan alterar nuestra rutina (los atascos de tráfico, los requerimientos de última hora o las condiciones meteorológicas que nos obligan a cambiar de planes). Caminamos entre las llamadas vicisitudes de la vida.
No obstante, todos tenemos propósitos vitales que trascienden a ese fluir de avatares y que, sin solución de continuidad, medimos en términos de éxito o fracaso. El éxito, en estos tiempos que corren, parece haberse convertido en un fin en sí mismo: lo importante no es el resultado práctico de las acciones que nos han llevado a conseguir un determinado objetivo, sino el reconocimiento público que obtenemos por ello (el aplauso y la envidia). Olvidamos que el éxito está vinculado a valores como la superación y el esfuerzo, la satisfacción de un trabajo bien hecho (en coherencia con nuestro talento y con los recursos materiales de los que disponemos) y el saber disfrutar de lo que tenemos.
El fracaso, lamentablemente, sigue siendo un estigma: no solo hay que lidiar con la tristeza y la frustración que supone no haber logrado los objetivos que nos habíamos propuesto, sino que también hay que hacer frente a la mirada social que ve como perdedores a quienes no consiguen lo que se proponen. Los reproches propios y ajenos alientan el miedo, limitan nuestro potencial y convierten el fracaso en exclusión: mejor no correr riesgos antes que fallar –¿tal vez triunfar?– otra vez. En este caso, olvidamos que el fracaso es, más que una derrota, una experiencia de aprendizaje con la que gestionar mejor futuras acciones y, sobre todo, una oportunidad para nuestro crecimiento personal.
Al reflexionar sobre el éxito y el fracaso me vienen a la cabeza, inevitablemente, unos versos del poema Si… de Rudyard Kipling: Si tropiezas el triunfo; si llega la derrota; y a los dos impostores los tratas de igual modo… Para mí, el éxito y el fracaso no son un cierre o una conclusión, sino un punto de partida para conseguir nuevas metas: en el éxito, porque la vida se estanca si no buscamos nuevos propósitos o misiones por las que luchar; en el fracaso, porque cualquier aprendizaje es un regalo que nos hace más fuertes. Los impostores ganador y perdedor aparecerán varias veces en nuestro recorrido vital: no te detengas demasiado en ellos, el camino ha de continuar.