Ayer me encontré con esta cita, atribuida a un autor desconocido: Las discusiones siempre comienzan con una respuesta en la mente. Las conversaciones comienzan con una pregunta. ¿Estás de acuerdo? En general, al interactuar con otras personas solemos dejarnos llevar por ideas preconcebidas que condicionan el desarrollo de la conversación. Pero, ¿lo hacemos con el ánimo de discutir? En mi opinión, esas ideas preconcebidas –a veces suspicacias, a veces prejuicios– nos llevan a manipular la interlocución para llegar a la respuesta que inicialmente esperábamos, sentando así las bases para una discusión sin diálogo, o a inhibir determinados temas de conversación para no crear un (supuesto) conflicto (ya sé lo que me va a decir, seguro que piensa de esta manera…).
En ambos casos, la comunicación que establecemos es unidireccional: solo nos interesa confirmar nuestras sospechas (incluso distorsionando, en nuestro propio beneficio, los argumentos de nuestro interlocutor) o protegernos de una eventual discusión sobre cuestiones en las que, a priori, consideramos que llevamos las de perder. No hay, por tanto, ningún interés sobre las motivaciones o inquietudes reales de las personas con las que interaccionamos. De hecho, muchas veces ni siquiera escuchamos lo que nos cuentan: nuestra mente está demasiado distraída buscando recursos con los que reivindicar y reiterar nuestro argumentario, y solo deseamos que el otro finalice su réplica (si es que le dejamos espacio para ello) con el fin de recuperar, cuanto antes, el turno de palabra en la conversación.
Volvamos a la cita inicial. ¿Y si, en vez de buscar respuestas preconcebidas, buscamos preguntas con las que promover una conversación auténtica? Las preguntas nos permiten cuestionar las ideas prefijadas que podamos tener de nuestro interlocutor e incluso, si realmente nos dejamos interpelar en una conversación bidireccional, cuestionar o matizar ese argumentario, definido previamente a partir de nuestros principios y creencias, con el que participamos en la interlocución. La relevancia de las preguntas como pilar de la comunicación no es un hecho reciente: Sócrates las utilizaba ya, alrededor del siglo V a.C., como instrumento de la mayéutica (en griego, experto en partos), el método que usa el maestro para, a través de preguntas, facilitar el aprendizaje de sus alumnos, ayudándoles a dar a luz nuevas ideas y conocimientos.
El diálogo socrático requiere un auténtico acercamiento a las motivaciones e interpretaciones del mundo de las personas con las que hablamos. Formular preguntas abiertas, claras, breves, concisas y directas predispone hacia un entendimiento que, a su vez, facilita la búsqueda e identificación de objetivos, problemas o puntos de vista comunes que permiten no solo avanzar hacia respuestas conjuntas y colectivas, sino también situar a los interlocutores en una “casilla de seguridad” desde la que afrontar, con honestidad y valentía, las discrepancias o diferencias que, inevitablemente, surgen con las personas con las que tratamos. ¿Crees posible una comunicación sin expectativas? Como dijo Sócrates, el conocimiento empieza en el asombro. ¡Déjate asombrar!