En la anterior entrada del blog (Tres de tres) mencionaba tres elementos que cualquier persona interesada en iniciar un proceso de coaching debe poner en juego para sacar el máximo provecho de la experiencia: la motivación al cambio, la toma de conciencia y la responsabilidad (ámbito en el que se incluye también el compromiso). Estos elementos, indispensables para que pueda hablarse de coaching, demuestran la implicación del cliente en las distintas fases del proceso (definición de objetivos, diagnóstico de la realidad que nos aleja o nos acerca a nuestras metas vitales, valoración de opciones y diseño de acciones concretas que nos ayuden a alcanzar el propósito deseado). Por su parte, el coach demuestra su implicación con una serie de competencias.
La Asociación Española de Coaching (ASESCO) ha asumido como propias las competencias definidas en su día por la International Coach Federation (ICF), que distribuye estas competencias en cuatro grupos. El primero de ellos incluye aquellas competencias que permiten establecer los cimientos de la relación de coaching. Una de las competencias esenciales, en este ámbito, consiste en elaborar un acuerdo de coaching que recoja los aspectos formales del proceso (número de sesiones, duración de cada sesión, precio, forma de pago, lugar de realización de las sesiones) y su intencionalidad (el objetivo inicial que mueve al cliente a iniciar el proceso de coaching). Es conveniente, además, que el coach informe al cliente sobre el código deontológico al que se acoge para garantizar la ética profesional y la confidencialidad del proceso.
En un segundo grupo se encuentran, según la definición de la ICF, las competencias que permiten desarrollar la relación de coaching. En este apartado se incluyen las habilidades del coach para diseñar y crear un entorno seguro, confidencial y de confianza en el que el cliente pueda sentirse cómodo y expresarse con libertad. Estas habilidades configuran la denominada presencia de coaching: el coach se desprende de prejuicios, etiquetas o interpretaciones sobre las inquietudes, los comportamientos o los valores del cliente con el fin de facilitar un diálogo abierto y fluido, no directivo, sobre las bases de la comprensión y el apoyo.
La construcción de la relación de coaching se consolida con las competencias del tercer grupo, que según la ICF garantizan la efectividad del proceso. En este epígrafe se incluyen competencias esenciales como la escucha activa, que implica escuchar no solo lo que la persona está comunicando expresamente, sino atender también a los sentimientos, ideas o pensamientos subyacentes; la comunicación directa –sintética y honesta– de lo que está ocurriendo en el proceso; y las llamadas preguntas poderosas, que permiten romper patrones de pensamiento y hacen aflorar potencialidades ocultas o larvadas.
Finalmente, en el cuarto grupo, se encuentran competencias que facilitan el aprendizaje y la consecución de resultados. Se incluyen aquí todas las capacidades y herramientas orientadas a ampliar el nivel de conciencia del cliente sobre lo que le ocurre y sobre los recursos de los que dispone con el fin de que pueda planificar objetivos y diseñar acciones que le permitan alcanzar las metas que se proponga. En este apartado se integran también las competencias del coach para el seguimiento, comprobación y verificación del compromiso del cliente con el plan de acción que ha diseñado para conseguir sus objetivos.
Lamentablemente, la popularización del coaching ha desvirtuado y trivializado su ámbito de implicación. Sin embargo, estas competencias demuestran que el coaching es una actividad profesional que ofrece un marco de confianza, seguridad y confidencialidad en el que definir, explorar e iniciar procesos de cambio. ¿Necesitas coaching?