Todos los años viene a ocurrir lo mismo. Primero, ese sentimiento de pereza que surge, allá por octubre, cuando los supermercados empiezan a ofrecer lineales de turrones, polvorones y mazapanes, y que continúa en noviembre con la instalación y encendido de luces y adornos navideños en pueblos y ciudades. Después, según va asomando diciembre en el calendario, el aluvión de anuncios de juguetes y perfumes, la proliferación de comidas y cenas con distintos grupos de amigos y compañeros de trabajo y las aglomeraciones en calles y centros comerciales van transformando esa pereza en rebeldía. ¡Ay, diciembre! Uno intenta seguir con sus rutinas, pero medios de comunicación, redes sociales y plataformas de ocio se empeñan, cada vez con más antelación, en dar el año por terminado (adelantando resúmenes informativos, ranking de publicaciones con más likes, listados de series o canciones más vistas o escuchadas…).
Sumergido en esas sensaciones, llegan ya, por fin, las fiestas de Navidad, a las que seguirán la celebración del fin de año y la esperada venida de los Reyes Magos con sus regalos. Y algo parece cambiar: la mirada inocente de un niño, la expectación de las campanadas con las que entraremos en el nuevo año, el recuerdo de navidades pasadas o la magia que envuelve estas fechas nos hacen conectar con ese pequeño y valioso cofre de generosidad, humanidad y autenticidad que todos llevamos dentro. Unas veces, el cofre se abre de forma espontánea, sin necesidad de hacer un gran esfuerzo; otras veces hay que rascar un corazón endurecido hasta poder encontrarlo. Pero todos, de alguna u otra manera, acabamos viviendo nuestro cuento de Navidad. El secreto está en fijarse en lo pequeño, en los detalles: solo así es posible contactar con eso que llaman el espíritu navideño.
Pero, de pronto, vuelve la rutina. Y lo hace con la misma velocidad con la que los servicios de limpieza recogen el confeti de las calles y los jirones de papel de regalo que se acumulan en los contenedores. Tal vez sea el cansancio el que nos anima a recuperar cuanto antes la normalidad. Puede ser, también, que nos parezca extemporáneo mantener visible el contenido de ese cofre. Olvidamos que la ilusión no está hecha de turrones, luces o cabalgatas, sino que viene de serie con cada uno de nosotros. Está en nuestras manos cultivarla y fomentarla cada día. Y este es mi deseo para estas fechas: que todos podamos encontrar –o al menos atisbar– ese pequeño cofre que llevamos dentro y que sepamos mantenerlo abierto, y acudir a él siempre que lo necesitemos, en el nuevo año. ¡Felices fiestas!